Olimpíades del 92, MWC y otras contradicciones

CAT

El día que inauguraban las olimpiadas del 92, nosotros volvíamos de Bolivia. Cuatro años viviendo en Charagua, en el Chaco boliviano, un rincón de mundo mal comunicado, y sin teléfono, ni siquiera electricidad excepto la que hacía 4 horas al día un motor de gasolina.

Mi hijo mayor que tenía dos años, le parpadeaban los ojos viniendo del aeropuerto y pasando por el túnel de la Pl. España. Lámparas, lucecitas, lucecitas, decía. Por lo que había vivido y veía cada día aquello era un derroche a todas luces, valga la redundancia..

Recuerdo también la sensación de angustia de ir de compras a un supermercado de una gran superficie. La sobreoferta y la abundancia de comida eran chocantes y nos producían angustia y bloqueo. En Bolivia, no pasamos hambre, pero las opciones de variedad de comida eran limitadas. Incluso en las grandes ciudades, donde cuando veías algo que te interesaba tenías que comprarlo porque no sabías cuándo volvería a estar.

Y en medio de ese cambio, Barcelona hervía entre el Cobi y la villa olímpica. Era evidente que estaba mucho más bonita. Estéticamente, había cambiado y ganado urbanísticamente. La distancia no nos permitió conocer a cambio de qué.

Actualmente, todo es más sencillo, pero entonces todo lo que podía conocer de lo que ocurría en Barcelona era a través de Radio Exterior de España y no siempre. Había que tener señal señal, que el aparato de onda larga funcionase bien, y que tuvieras pilas. Ninguna de las tres cosas era evidente.

Allí organizamos toda una región sanitaria gracias al apoyo de entidades locales que ya estaban funcionando muy bien cuando llegamos. Conocimos la injusticia con mayúsculas. También la desigualdad. Entendimos la dicotomía agricultura-ganadería. Y apoyamos a los agricultores, que eran quienes originariamente habitaban aquel territorio, y ahora, desde la batalla de Kuruyuki en 1892, eran explotados y abocados a la miseria por los ganaderos. Vimos un ejército posicionado a favor de los ricos descaradamente. Y nos dimos cuenta de que esto era lo más normal en todas partes. Vimos morir a personas por falta de transporte a un hospital, por falta de hospital o por falta de antibióticos, de suero o de cosas y medicamentos, realmente simples y baratas. La injusticia, la desigualdad y las muertes por falta de medicamentos y asistencia esencial, habían dejado de ser conceptos y teorías, para tener nombres, rostros e historias.

Vimos un pueblo reorganizándose para salir de la miseria y hasta de la esclavitud en algunas haciendas.

Podéis imaginaros pues, las sensaciones cuando por la tele el Rebollo encendía la antorcha olímpica. Sensaciones además, entre cuidados a dos bebes, biberones y maletas, porque volvimos con 2 hijos.

Eran dos mundos que convivían, pero parecían ignorarse. Que compartían espacio, aunque no compartían ni recursos, ni estética ni preocupaciones.

Desde entonces, he compaginado este mundo con ese recuerdo. Los diez años siguientes con viajes cada cinco meses al África Austral me siguieron confirmando estos dos mundos y me pidieron seguir manteniendo el equilibrio o la esquizofrenia de ambas realidades. Dos, que son miles, por supuesto.

Poco a poco he ido descubriendo que los dos mundos conviven más cerca de lo que parece. Aquí desconocía un mundo y en África y en Bolivia, desconocía el otro. El tiempo ha ido incrementando este concepto de desigualdad y ha reducido las distancias y ha permitido hacer convivir, cada vez más, ambas realidades en el mismo espacio. Esto incrementa su sensación de injusticia y absurdidad.

Y treinta años después, recordamos esos juegos olímpicos del 92, mientras nos felicitamos del acuerdo perpetuo del Mobile World Congres (MWC). Treinta años después, sigo no pudiendo encajar el MWC y los hechos de Melilla de hace un mes. Ni la situación que sigue en las islas griegas, o los demandas de asilo de Afganistán que ya no aceptamos.

Y cada vez más sofisticadamente, conocemos sólo ese mundo que es el nuestro, porque la tecnología, tan moderna, segmenta para poder vender, pero también para consumir información.

Y al mismo tiempo unos audios de un comisario de policía nos demuestran lo que mucha gente imaginaba y no te acababas de creer Porque en según qué mundo, esto es impensable. Ahora ya ha quedado demostrado que en el suyo, no.

Y en toda esta confluencia de mundos y en esta sensación de degradación de valor humanos, nos toca vivir, lo más coherentemente posible. Aunque no está muy claro exactamente cómo hacerlo. Intentamos transmitir la llama del espíritu crítico a hijos e hijas, intentamos consumir menos, intentamos no gastar tanta agua..., y no podemos evitar la sensación de que somos seres minúsculos, haciendo gestos simbólicos y poco útiles comparativamente.

Encima, debemos estar disponibles para abuelos, amigos o familiares con enfermedades graves e hijos/as que no logran todos un mínimo para vivir y encontrar su espacio,  porque no es sencillo realmente encontrarlo.

Pero a pesar de la aparente desesperanza, y la sensación de desánimo, como me decía una amiga activista hace unos días, necesitamos estar en contacto con todas estas realidades, y lejos de desanimarnos, cogernos en la frase del buen amigo Ventura Puigdomènech , "La esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien sino la certeza de que algo tiene sentido independientemente del resultado final"

Y dicho desde el desierto de Argelia, todavía tiene mucha más fuerza.

Que las efemérides de los grandes eventos, que los mundos de Instagram o Tik Tok no nos hagan olvidar los reales y sigamos intentando encontrar el equilibrio para vivir procurando darle la vuelta a todo.

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