Dignidad detrás de una muerte anónima.

CAT

Hay 80 pequeñas maderas en el suelo de la explanada de la catedral de Barcelona simétricamente distribuidas. Cada madera con el nombre de una persona y la inicial del apellido. Y la edad. Al lado unos zapatos. Suena la música que cuatro jóvenes hacen en directo. Y alguien lee un nombre. Se ilumina una luz de una madera en concreto y una persona deposita una rosa blanca
y tras  un breve silencio se oye el siguiente nombre y se ilumina la madera contigua y se repite el sentido detalle de depositar una flor. Así 80 veces. Mucho público lo sigue en silencio. Un espacio de silencio en medio de una plaza llena de turistas que intentan entender que pasa, pero respetan.

Como un regalo caen pompas de jabón poco a poco y aisladamente. Ceremoniosas y lentas. Las hace un joven para conseguir dinero de los turistas, pero las burbujas por iniciativa propia se suman al acto.

Silencio. Más música en directo y cantos de una coral. Algún nombre provoca una respiración profunda en algunos que le debían conocer. Y al final la gente se va a casa.

Es el acto que organiza Arrels de homenaje a las personas sin techo que han muerto este último año en Barcelona y que tuvo lugar el pasado miércoles.

Me voy en silencio, pero con una sensación reconfortante. Y si tuviera que definir en una palabra el hilo conductor del acto, diría Dignidad.

Un funeral siempre nos hace pensar. Es un momento vital que nos recuerda que todos estaremos algún día. Y un funeral colectivo como éste, más. Me ha gustado que hubiera tanta gente. Me ha gustado el silencio. El ritmo pausado. Los detalles. Todo.

Y no podía dejar de pensar en la imagen de aquellos bancos de la ciudad, esas carretillas de supermercado fuera de lugar guardando pertenencias. Los cartones y alguna manta. Y la mirada breve que le hacemos para reconocer el hecho, para ver si hay alguien sin techo bajo las mantas o los cartones. Pero una mirada breve, no sea que nos topemos con la mirada de la persona porque preferimos rehuirla. Tampoco sabríamos que hacer ni que expresar y, por tanto, no miramos. Ignoramos conscientemente.

Y toda esa actitud que llega a negar la existencia de la persona y atenta contra su dignidad chocaba con el acto de ayer. Cada uno de ellos, después de morir, cuando parece que ya nada es posible ni recuperable, salía del anonimato y tenía nombre, tenía un silencio, una rosa blanca y eso le permitía recuperar su dignidad. La que le habían negado mientras vivía, sí. Quizá sea tarde, ciertamente, pero es mejor ahora que nunca. Su alma, si es que van a algún sitio, se sentirá reconfortada. Y como la dignidad, es un vaso comunicante, también la recuperamos un poco todos los que el miércoles estaban frente a la catedral en silencio. Al volver a casa teníamos la sensación de que nuestra reserva de dignidad personal estaba algo más llena.

Las entidades sociales, las que trabajan con personas vulnerabilizadas, tienen a menudo la tarea de dar asistencia a estas personas. En el caso de los sin techo, un hogar. Y mientras no se puede, un espacio para ducharse y cambiarse, ropa, algo de comida. Y esto está bien. Es de primero de trabajo social. Pero también deben trabajar para evitar las situaciones que generan esta realidad. Aquí, las entidades alcanzan la madurez cuando encuentran un equilibrio entre la asistencia y la incidencia política o social que provoca los cambios necesarios para que cada vez menos personas se encuentren en la situación que tratan. Pero la excelencia está cuando una entidad es capaz de recuperar la dignidad de quien la ha perdido. Cuando es capaz de recuperar o no dejar perder, la esencia de la persona que es como persona, independientemente de sus circunstancias. Y el acto de ayer era esto.

Era darse cuenta de que necesitamos entidades para atender a estas personas, que necesitamos entidades para evitar que más personas se encuentren en situaciones parecidas y necesitamos entidades para recuperar todos conjuntamente la dignidad que nos huye por los descosidos de la integridad personal.

Hace unas semanas asistí a Francia a un debate entre el padre de una chica muerta en un ataque terrorista, la madre inmigrante de un chico terrorista fallecido y una mediadora entre terroristas y víctimas. La sensación era similar. La justicia, condena, y cierra en la cárcel. Pero la justicia no cura al terrorista ni a la víctima. Y hay procesos de mediación, pocos (no siempre es posible), que curan un poco a todos.

Me hizo pensar en ello la ceremonia del miércoles. Ante situaciones irreversibles, donde parece que no hay nada que hacer, descubres que hay actos que a todos nos devuelven un poco la paz y la dignidad. Ciertamente, no devuelven la vida a nadie y eso siempre es triste, pero al menos en esta no hemos tirado al niño con el agua sucia.

Gracias a Arrels y todas las entidades que organizaron el acto del miércoles y a todas las organizaciones sociales que sobresalen en su trabajo y nos permiten realizar ejercicios colectivos de recuperación de dignidad.

Francesc Mateu i Hosta

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